La cambiante fama de los colores

Si bien es bastante sabido que las distintas lenguas segmentan el espectro cromático de manera diferente y que los colores evocan distintas ideas para las diferentes culturas, me quisiera detener en algunas mutaciones que ciertas connotaciones atravesaron a lo largo del tiempo. Veamos algunos ejemplos.

El blanco

Hace no mucho tiempo la industria alimenticia empezó a transitar un período de revisión de ciertos principios que apuntalaban (o siguen apuntalando) la prevalencia de determinados productos básicos en regiones tan distantes como disímiles. El progresivo deterioro de la imagen de los alimentos genéticamente modificados y el avance de las alternativas orgánicas favoreció fuertemente la puesta en crisis del blanco como símbolo de pureza. La blancura no es sino producto de procesos que, al menos comercialmente, suman valor agregado pero que en definitiva alejan el producto final del su pureza original.

El verde

Allí donde el inglés usa este color tan literalmente natural para describir una intensa sensación de envidia (estar verde de envidia), ciertas variedades del español lo utilizan para caracterizar chistes groseros (un chiste verde) o incluso para personas adultas con preferencias sexuales poco decentes (un viejo verde). A pesar de estos ejemplos no muy felices, en los últimos tiempos el verde ha pasado a simbolizar todo aquello que actúa a favor del medio ambiente. Un ejemplo casi ineludible es el nombre de la reconocida ONG de origen canadiense que protege y defiende el medio ambiente. A este uso del verde podría agregársele la energía verde (la energía renovable no contaminante) y, muy recientemente, los techos verdes (el techo de un edificio que está parcial o totalmente cubierto de vegetación, ya sea en suelo o en un medio de cultivo apropiado).

El rosa y el celeste

Hay quienes creen que existe una predisposición cuasi-genética entre los colores y el género de las personas. Esto podría explicar esa suerte de statu quo cromático que hace décadas viene emparentando a los niños con el celeste y a las niñas con el rosa. Sin embargo, resulta que hasta hace más o menos un siglo el rosa era el color asociado a los niños y el celeste, el color asociado a las niñas.

Ya que de los clásicos documentos visuales solo contamos con versiones monocromáticas que no llegan a dar cuenta de la situación inversa de entonces, no es mala idea consultar algunas fuentes textuales para echar algo de luz sobre el asunto. En un número de la revista Ladies’Home Journal de 1918 se estipula que “La regla generalmente aceptada es rosa para el niño y azul para la niña. La razón es que el rosa es un color más decidido y fuerte y, por tanto, más adecuado para el niño, mientras que el azul, más delicado y grácil, es más bonito para la niña”.

El contexto bélico y la costumbre de vestir a los niños de marineritos (de estricto azul reglamentario), terminó de consolidar el enroque en cuestión, afianzando el azul (o el celeste) para los varones y el rosa para las niñas.

Esta segregación nunca queda más clara que con la llegada de los hijos. Si se trata de un varón, los regalos casi invariablemente serán de color celeste, mientras que si se trata de una niña, tanto los regalos como el ajuar en su totalidad serán color rosa. Solo resta esperar que sean las generaciones futuras las que profundicen la desarticulación de estas connotaciones arbitrarias.