El surgimiento de la imprenta constituyó un hito fundamental para la labor de los traductores, cuyos recursos no solo abandonaron los reductos de las elites eclesiásticas sino que pasaron a multiplicarse exponencialmente en paralelo al ascenso de la burguesía europea, que empezaba a iluminarse gracias a la democratización del conocimiento propiciada por la invención de Gutenberg. La industria editorial, consecuencia directa del libre mercado y la ilustración moderna, estandarizó la actualización periódica de contenidos mediante «ediciones». Estas ediciones, de manera similar a lo que ocurre con los modelos de autos, los electrodomésticos y los productos de consumo masivo en general, eran mejoradas/ampliadas respecto de sus versiones anteriores de modo tal que, en el caso de los diccionarios por ejemplo, pasaban a incorporar nuevos vocablos y términos siguiendo un mecanismo que requería de la homologación por parte de la academia y los organismos competentes.
De este modo, un traductor en poder de una versión más reciente de un diccionario contaba con recursos más amplios y actualizados que uno con una edición anterior. Es así que, hasta fines del siglo XX, el acceso de un traductor a los recursos editoriales estaba totalmente condicionado por su ubicación geográfica respecto de los centros de producción de material bibliográfico. Y la realidad es que los cambios en el lenguaje no saben de las leyes del mercado ni de la periodicidad con la que se reeditan los textos, y lo que no entraba en una edición de un diccionario debía esperar a ser confirmado por la autoridad correspondiente para luego ser incluido en la versión siguiente. De este modo se establecía una división entre los términos alcanzados por una edición y aquellos marginados, que pasaban a conformar un caos solo abordado por ediciones especializadas, como si los idiolectos, sociolectos o cronolectos fueran entidades excluyentes impedidas de nutrir y eventualmente integrar el corpus de los diccionarios generales.
Es por esto que la aparición de internet vino a subsanar esta dependencia a la que estábamos sujetos los traductores. Además de tornar irrelevante la ubicación geográfica en cuanto al acceso a los distintos recursos bibliográficos (en el caso de quienes traducimos de y al inglés, respecto de Inglaterra o Estados Unidos), en los últimos años internet se confirmó como un espacio sustancialmente más libre de toda homologación y periodicidad necesarias para la edición de un diccionario propio de la era moderna. Recursos como WordReference, por ejemplo, además de los contenidos propios de un diccionario, a menudo incluyen una sección de foros que permite que los usuarios realicen interconsultas con otros traductores sin tener que esperar a que el recurso se actualice o que los términos se homologuen.
Entonces, si la imprenta liberó los contenidos de los grilletes de las elites, internet parece haber llegado para liberar los contenidos de las limitaciones inherentes a su materialidad.